Las televisiones echaron humo en la boda de Cayetana. La
palabrería de los indocumentados charlatanes con micrófonos no cesaba de
anunciar que Sevilla se había volcado en la boda. Doscientas
personas delante del Palacio de Dueñas representaban a Sevilla. De nuevo
salieron a la palestra los tópicos
absurdos de siempre, esas marujas que están en todas partes, como Mocito Feliz,
y que largan pamplinas a diestro y siniestro. Sevilla soportó de nuevo el
sambenito de su estilo, su gracia, su galanura, su entrega para ser el
escenario ideal de la boda.
Lo contaban por la televisión, aunque solo eran doscientas señoras
desocupadas en la puerta del Palacio. Sevilla estaba en sus cosas, ajena a la
farándula de una boda que, eso sí, ha vuelto a desatar el fino humor sevillano,
como se puede comprobar si se da uno una vuelta por los bares del centro y los
barrios y escucha los chistes que ha propiciado el asunto. Sevilla lo aguanta
todo. Al menos, algunas veces el humor de Sevilla también puede con todo,
incluso con una noble poliartrósica bailando algo indescifrable en medio de la
calle.
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