El Jueves Santo es un día de esplendor en Sevilla. Salen
cofradías históricas de la ciudad, como Los Negritos, La Exaltación, Montesión,
El Valle, La Quinta Angustia, Pasión, todas ellas cargadas de historia, que acumulan
varios siglos como Hermandades de penitencia, que poseen imágenes señeras de
nuestra Semana Santa, pero el Jueves es el día de la Victoria. Además de todo
lo señalado, que es mucho y hermoso, por Sevilla se pasea la Virgen de la
Victoria, que es la dolorosa más hermosa que existe, la que llora sin consuelo, la que nos acoge con su gesto maternal bajo el palio, la que camina en el altar más sevillano que pudiera existir, la reina de reyes, la devoción de
las Cigarreras, la que ya está coronada por el amor de sus hermanos, la que
todos los Jueves del Amor Fraterno nos llega desde su capilla para gritar que
no hay dolorosa más bella, que se puede llorar y consolar al mismo tiempo, que
es la Victoria, la gran reina que nos embelesa con solo mirarla, la que nos
conmueve y nos paraliza cuando por la calle Temprado avanza con señorío y
grandeza camino de la Santa Iglesia Catedral.
De nuevo el calor se apoderó de la salida de la cofradía
desde su actual ubicación en Los Remedios. No lleva muchos nazarenos, es algo
que no se entiende. ¿No queda sensibilidad en ese barrio? ¿De qué Hermandad son
los que viven en Los Remedios? Tienen allí muy cerca de ellos a la más hermosa,
pero parece que no se han percatado. Desde su asiento inhóspito se viene al
centro para que los fieles se estremezcan a su llegada. Le acompaña todo, la
nueva peana, la saya, el palio de cajón tan sevillano, el manto, pero nada
sería lo mismo si no fuera la Victoria.
Ante la Caridad se produjo otro de los momentos íntimos de
la Semana Santa. Salió de la casa el cantaor Jesús Heredia, una vida a sus
espaldas, para cantarle unas letras improvisadas, dichas con el temblor de una
voz cansada de vivir, pero con algunos requiebros de flamenco del mejor estilo
de quien fue gente en su día. Saeta de corazón más que garganta, saeta como
oración para la Victoria. saeta de un flamenco de más de ochenta años para sentirse joven y afortunado.
Hay quien dice que mejor así, que no haya tumultos al su
alrededor, que no se enteren las masas de su salida en procesión, porque si se
enteran será imposible presenciarla con la tranquilidad que domina cuando ya ha
pasado el puente de San Telmo para meterse en Temprado, el Postigo, Arfe,
Gamazo y ese entramado de calles que parece que fueron diseñadas para que por
ellas pasearan cofradías en Sevilla. Había pasado el señor de Buiza atado a la columna,
ennegrecido de color carbón, romanos sin plumas blancas, música gloriosa de las
Cigarreras, estación de respeto ante Las Aguas y todo el mundo mirando a la
Torre de la Plata para comprobar que aún quedaba la Victoria. No sé si hay que
coronarla, ya lo está, porque ese detalle ha perdido sentido en esta Sevilla de
los desmadres, pero si el día que se le ponga la corona se la pasea por las
calles, será un día de gozo pleno para quienes estamos prendados de esa cara
única que es la de la gran Victoria del Jueves.
El paseante fue a ver a Los Negritos de nuevo en la plaza de
Pilatos, porque no vive el Jueves sin la música de capilla en ese enclave, se
acercó a ver el paso de los caballos de la Exaltación, vivió la salida de la
Quinta Angustia en una plaza con los árboles crecidos hasta el cielo y
enturbiar la visión del misterio que se mueve y conmueve, le dio tiempo a ver a
la Virgen del Rosario, se emocionó al escuchar a la banda de Tejera tocando
Virgen del Valle tras el palio y rezó ante Pasión. El Jueves fue de plenitud,
pero al final volvió a quedar la imagen fina, delicada y señorial de la reina
de Jueves Santo, la Victoria.
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