jueves, 17 de abril de 2014

Seis crucificados y una Piedad


Seis crucificados salen a la calle en la tarde del Miércoles Santo. También sale una Piedad. Salen más imágenes, misterios, nazarenos y dolorosas, pero la del miércoles es la de los crucificados. La mirada se ha llenado de la cruz, el símbolo del cristianismo, aunque el recuerdo vuelve siempre a un balcón del Arenal para seguir viendo la llegada de la Piedad por la calle Adriano. El monte de claveles rojos, el rayo de sol entre nubes tibias, una cara de niña dolorida y unas sábanas blancas conforman este día tan repetido en la vida del sevillano.

En la Alfalfa luce el Santísimo Cristo de la Salud. El cortejo de nazarenos de esta cofradía es interminable. Entre los más de dos mil penitentes, una legión de niños que aseguran un futuro que debe ya recibir algunas lecciones, como la de permanecer en las filas, no levantarse el antifaz o llegar a quitárselo sin ningún disimulo, a no comer ni beber cuando tan solo llevan dos horas en la estación penitencial. Hace calor, es cierto, pero son detalles que deben cuidarse, lo mismo que el calzado, algo que ya se ha señalado antes y que en San Bernardo también ofrece un variopinto colorido, muchos negros, algunos marrones y deportivas para no ser menos. Como lo de los guantes. ¿Llevan guantes negros los nazarenos de San Bernardo? Unos sí y otros no.

El Cristo de la Salud se ha detenido en la plaza con su marchamo solemne y piadoso. Los claveles sangre de toro van salpicados por golpes de lirios que embellecen un paso clásico en este día. Ha dado tiempo a acercarse a ver a la Virgen del Refugio en San Nicolás. Algún problema en los candelabros de cola retrasó el cortejo, pero sonó una vez más Candelaria delante de la Virgen del mismo nombre en la visita de la dorada Virgen del Refugio.

A toda marcha el gozo del cofrade callejero llega a San Lorenzo. Todo está medido en la plaza. Delante de la parroquia, los estandartes del Dulce Nombre y la Soledad. A la izquierda, la basílica donde vive el señor de Sevilla. También ha salido su estandarte para esperar el paso de la Hermandad franciscana del Buen Fin. La Hermandad pasa por el andén de San Lorenzo. Todo es orden y concierto. Hay gente en la plaza, ni mucha ni poca, la que tiene que estar en un momento tan delicado de esta jornada cofradiera. Los naranjos se han desprendido del azahar y Juan de Mesa sigue soñando la cara del nazareno. A este marco llega el crucificado del Buen Fin. El crucificado pasa, ya sin las imágenes del pasado,  y en la plaza queda el sabor de las cosas bien hechas, un olor a torrija y a piñonate y un recuerdo imperecedero.

Que me perdona la Virgen de la Palma, que también me eximan de culpa las otras cofradías, como el crucificado del Cristo de Burgos, pero tengo una cita y no sé si llegaré a tiempo. Lo consigo. Era el Miércoles Santo y uno, qué le vamos a hacer, no puede dejar de volver a mirar a esa Piedad que camina por Pastor y Landero. Quiero revivir una vida en unas cuantas ‘chicotás’. Es una hermosa Piedad en tarde de crucificados.

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