martes, 16 de abril de 2019

La distancia de los años



Conforme se cumplen años, la Semana Santa se presencia a mayor distancia. Hubo un tiempo en el que uno fue cangrejero delante de los pasos, algo que a estas alturas, cuando, como dice el maestro Peris, se empieza a vislumbrar la otra orilla, es casi imposible. Cuando me emplacé en la Plaza Nueva para ver la llegada de la cofradía de Santa Genoveva recordé aquellos tiempos del pasado en los que me ponía delante del Cautivo en Gamazo y no lo soltaba hasta llegar a Tetuán. Pero los años exigen distancia, como a los buenos toreros, y ahora la visión es distinta, ni mejor ni peor, simplemente diferente. El Cautivo apareció como siempre: impresionante, con las mujeres del barrio detrás, con un exorno floral exuberante y extraño y la banda de La Pasión de Linares tocando por primera vez en Sevilla. Buena banda. Lo que pude escuchar me pareció muy bueno. Y lo mejor es que su repertorio fue clásico en todo momento.

Todo se ha transformado. Se piensa que las sillitas las utilizan las personas mayores. Craso error. En las caminatas de la Semana Santa pude ver a chavales de menos de 20 años apostados en las sillitas plegables esperando las llegadas de los pasos. Una chavalería con pinta de derrota a las cinco de la tarde. Otra juventud distinta es la que se concentra por las noches en la calle Moratín, todos ellos con corbata, para beber en comunidad  en una botellona indecorosa. Debe ser el signo de los tiempos.

Santa Marta conmueve en cualquier punto del recorrido. Una inmensa legión de monaguillos precede al traslado al sepulcro. La belleza de la Santa y las sábanas blancas producen una sensación especial. Se me escapó el Polígono y apenas pude ver a la Virgen muy de lejos. Había pasado por la Campana cuando casi ni estaban colocadas las sillas. Adiviné en la distancia los ojos verdes de la señora.

Así estaba la tarde cuando la alarma del móvil soltó la noticia del incendio en Notre Dame de Paris. Todo el mundo se miraba al conocer lo que ocurría en la capital de Francia.  Incredulidad y dolor. Que un templo cristiano tan señalado arda en llamas en plena Semana Santa debe ser una señal de algo que se nos escapa.

Pero se imponía seguir la tarde y llegaba San Gonzalo. Ejemplar y multitudinaria estación de penitencia la de la Hermandad trianera. El misterio voló de forma primorosa por las calles de Sevilla. 

El caminante necesitaba ver al Cristo de Vera Cruz. Seriedad y sobriedad en un conjunto severo, cuatro hachones verdes en las esquinas, dos angelotes que sostienen los faroles y una imagen que sobrecogedora en la penumbra de la tarde. Toma tu Cruz y sígueme, cantaba un coro. 

Pasaron Las Penas y las Aguas. Me quedaba solo buscar a la Virgen de las Aguas del Museo para deslumbrarme con el blanco nacarado del tul de su tocado. Me quité años de encima y me puse delante de su paso, como en tiempos ya hacía por Tetuán una vez pasada la puerta del Ayuntamiento, a los sones de Amarguras, para contemplar con deleite la belleza  indescriptible del rostro de la Virgen.  El Lunes Santo puede empezar de muchas formas, pero solo puede acabar mirando la cara de esta dolorosa.  


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