El núcleo de hermanos de la Amargura por la calle Conde de
Torrejón, bajo un prodigioso arco iris, fueron una de las notas cumbres del
Domingo. Un reguero de hermanos en perfecta formación pidiendo negro para sus
túnicas, pero que de manera gloriosa relucían de blanco. Llegó el misterio,
pero estaba la Amargura por desbordar todos los sentidos, acompañada por una
magistral Carmen de Salteras. Si será señorial esta cofradía que ni los
vendedores de globos la seguían, como si se hubieran percatado de que tanta
categoría no cuadraba con la imagen jubilosa del globo de gas.
Porque el domingo de Ramos es jornada de globos y carritos
de niños. La medida de los carruajes para infantitos dio la muestra de la
afluencia a las calles. Si nos acercábamos al Puente de Triana, ahí no había
merma, todo fue expectación, apretones y alegrías. Ahí sí se vendieron globos
después del paso de la Estrella. La dolorosa trianera pasó cerca de la dos de
la madrugada por el puente ya de vuelta. Son horas imposibles para los
fatigados cuerpos que ya estaban en el Parque a las tres de la tarde para
asombrarse con la pulcritud inmaculada del palio de la Paz.
La Borriquita salió de nuevo de noche. No es la primera vez
que así sucede. Muchos niños ya estaban dormidos con su túnica puesta cuando la
rampa del Salvador crujió con el paso de la Entrada en Jerusalén. El contaste
brutal fue la llegada del Cristo del Amor, la devoción de mis ancestros,
presente en mis aposentos durante mi infancia, el cristo que casi sonríe con la
dulzura de la muerte.
Por muchas otras cosas será un Domingo de Ramos para el
recuerdo. Entre anécdotas, retrasos y arbustos crecidos, lo que fue inmutable
fue el rigor de la Amargura y el Amor. También la alegría de la Hiniesta, San
Roque, La Paz, La Cena y el júbilo extremo de la Estrella.
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