Las tiendas que venden ropa deportiva no deben soportar la manida crisis. Nos deberían dar una comisión a los médicos, lo mismo que las industrias del aceite de oliva. No hay galeno que se precie que no mande a sus pacientes a consumir mucho aceite ni a mandarlo a hacer deporte. El culpable es el colesterol, del que todo el mundo habla y muy pocos conocen en realidad. Pero está de moda vigilarse el colesterol, como bien proclaman incluso desde los anuncios de televisión, donde recomiendan productos de dudosa eficacia contra la grasa maldita que resta años de vida. Se vigila el colesterol y se manda a la gente a comprarse un chándal y unas zapatillas de deporte para salir a los caminos a neutralizar los excesos.
En todas las poblaciones hay
una ruta del colesterol por donde sudan miles de ciudadanos de distinto pelaje.
Coexisten la señora madura pasada de kilos que intenta caminar hasta donde la
artrosis se lo permite, el jovencito poderoso que corre como si fuera a llegar
tarde, la joven que más que hacer deporte parece que intenta atraer a su
agraciada figura todas las miradas, el señor sesentón que hasta hace poco no había
sudado más que en verano y ahora se ha vestido de esta guisa un poco ridícula
para su edad, y así una legión de aspirantes a la eternidad por el camino del
deporte.
Aspirantes a la eternidad o,
mejor, a la vejez saludable. Los facultativos recomendamos el ejercicio físico
y los caminos se han llenado de esforzados que buscan la salud para envejecer
mejor, siempre con la meta de alargar la vida con la mejor salud posible. Y hay
de todo. Como buen consejero, practico con el ejemplo. En la orilla del río que
conforma el paseo Juan Carlos I se congrega una multitud que hace deporte. El
observador contempla el esfuerzo colectivo, aunque se sorprende cuando pasa por
su lado algún corredor de edad avanzada que jadea a punto del colapso. En fin,
por ahí andan y me parece que tan peligroso es el sedentarismo como el esfuerzo
desproporcionado.
El paseo se convierte en un
escenario donde algunos buscan la vida, pero, ¿qué es lo que veo en el
atardecer de los viernes? Los
caminantes, corredores o ciclistas tienen que sortear a grupos de chavales
imberbes que aunque el sol aún no haya caído ya han comenzado con su particular
fin de semana en forma de botellona. Junto a los que sudan buscando prolongar
su vida, racimos de jóvenes se afanan por acortar las suyas. Se fuma a destajo en cachimbas y pipas indias,
al tiempo que algunas quinceañeras vuelcan las botellas de whisky, ginebra y
ron sobre sus gargantas. En el aire flota un tufillo inconfundible a hierba
quemada. Son apenas las ocho de la noche y algunos cuerpos se balancean ya
ebrios. Qué será de ellos cuando el amanecer los empuje a sus casas. Grupos
similares proliferan por todo el paseo y por otras zonas de la ciudad. No toda la
juventud se divierte de la misma forma, es cierto, pero ésta es una proporción
más alta de lo esperado.
El mismo itinerario se
convierte a esas horas en la ruta de algunos que buscan la vida y otras que,
sin saberlo con seguridad, están acortando las suyas. De forma inevitable, el
caminante recuerda las imágenes del Madrid Arena con miles de jóvenes en plena
diversión en la inmensa botellona que acabó de forma dramática.
Seguro que aquellos a los que
el destino salve de su autodestrucción, algún día sudarán por el mismo camino
buscando esa vida que antes, sin conocerlo, han menguado. La ruta junto al río
es un camino de vida y de muerte, como casi
todos.
(*) Publicado en El Mundo de Andalucía. Edición Sevilla. 15-11-12
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